En marzo de 1766, los madrileños se amotinaron porque un ministro de Carlos III, el Marqués de Esquilache, pretendía cambiar por decreto la vestimenta de los ciudadanos limitando la longitud de las capas y el ancho del ala de los sombreros.
La movilización popular fue masiva y llegó a estar amenazada
la seguridad del monarca que se vio obligado a desterrar al ministro
cortacapas.
Cuarenta y dos años después, el pueblo de Madrid volvía a
liarla parda enfrentándose, navaja y trabuco en ristre, al ejército más
poderoso de su época.
Cuesta trabajo creer que los descendientes de un pueblo
capaz de derribar a Esquilache en 1766, o de pelear contra el invasor gabacho
en 1808 sea el mismo que ha aceptado sumisamente la dictadura plandémica, los
contratos basura, la uberización de la economía, la precariedad laboral, la
delincuencia inmigrante y las demás cabronadas globalistas sin alzar la voz ni
un poquito.
Los tataranietos de los amotinados que se negaron a recortar
el ala de sus chambergos, hoy aceptan sin rechistar la prohibición de poder
circular con su coche por el centro de Madrid cuando algún cornúpeta municipal
así lo decide para congraciarse con el postureo climático. Y siguen pagando
religiosamente su Impuesto de Circulación y llevando su coche a la ITV.
Los descendientes de aquellos paisanos que destripaban
mamelucos en la Puerta del Sol, hoy tragan con la islamización de barrios
enteros de Madrid, con la impunidad de los delincuentes juveniles importados
del Magreb y con las ayudas sociales acaparadas por los enemigos del jamón.
Los madrileños que no llegan a fin de mes aceptan sin un mal
gesto que el Ministerio de Propaganda y Odio al Varón reparta miles de millones
de euros a los chiringuitos, conventículos y piaras feministas.
Las actuales manolas y chisperos están más preocupados por
las bacinerías conyugales de una multimillonaria cantante choni y un multimillonario
futbolista separata que por la obscena subida de la cesta de la compra.
El pueblo de Madrid, como el del resto de España, ha sido
reducido a la categoría de rebaño.
La castración moral de un pueblo como el español,
tradicionalmente levantisco, es el resultado de décadas de adoctrinamiento
endófobo en los medios de comunicación, de planes de estudios cada vez más
mediocres, de la vulgaridad erigida en modelo de creación artística y de la
ramplonería como requisito del ocio popular.
Que en España se quiten de las calles los nombres de héroes
y mártires para ser sustituidos en muchas ocasiones por los de los criminales
que los asesinaron, sólo es una muestra del nivel de auto-odio y tergiversación
histórica que se han convertido en norma de obligado cumplimiento.
Que se profanen tumbas y se derriben monumentos sin que
suene el eco de un solo tiro es revelador de la falta de testiculina y de
identidad de un pueblo condenado a la degeneración.
Y no nos equivoquemos: El actual estado de cosas no es
solamente producto de esa mezcla de estúpidos, malvados, resentidos y corruptos
que apuntalan el Gobierno de Sánchez y sus secuaces.
La actual degeneración y decadencia de las instituciones
sólo es el resultado del proceso que se inició con la instauración del Régimen
de 1978.
La solución no es cambiar el color del collar del perro sino
incinerarlo y desinfectar la perrera.
J.L. Antonaya
Revista NOSOTROS Nª 61. Invierno 2023.