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PESADILLA INFERNAL.

 


Luego le dijeron que todo había sido un sueño. Que se lo había imaginado. Que nunca existió aquella Feria. Pero él todavía recordaba las luces multicolores de los tenderetes; los taponazos sordos del tiro al blanco; el olor pringoso de los churros; el sabor dulzón de las palomitas; el acre hedor a serrín y a orines de las jaulas de las fieras.

 Todavía resonaba en sus oídos la música estridente de los autos de choque.  Y las extrañas caras de los caballitos del carrusel. Aquellos caballitos con las cuencas de los ojos vacías y negras. Recordaba el estupor que le produjo el payaso que vendía los billetes. Nunca había visto a un payaso empuñando una guadaña. Cuando vio a las mujeres embarazadas que hacían cola en la taquilla y el pequeño montículo sanguinolento que formaban cientos de fetos muertos, comprendió que aquel carrusel no era para él.

 Debía tratarse de algún truco. Una especie de casa del terror o algo así. Siguió andando y dejó atrás el carrusel. Tenía que ser un truco.

 Se acabó convenciendo de que había visto una especie de teatrillo de terror barato.

 Por eso, cuando se fue acercando a la barraca en la que repartían aquel dinero chorreante y viscoso, creyó que se trataba de otro de esos montajes macabros que estaban tan de moda. Como ese carnaval grotesco que sustituyó a los ritos del Día de Difuntos. O como la profanación de tumbas de héroes que había sustituido a las clases de Historia.

 Y vio a la gente agolparse frente a la barraca para recoger los billetes húmedos y pegajosos. En la entrada había unas letras que parecían pintadas con el mismo líquido rojizo (Efe, eme, i…).

 Cuando cruzó el umbral alguien susurró que era sangre pero que no había que preocuparse porque las minas de coltan estaban desinfectadas. Igual que las tres dosis, fuese eso lo que fuese.

 Dentro había una plataforma con un toro mecánico dorado que tenía pintado en el lomo el símbolo del dólar y una estrella de seis puntas en la testuz. Parecía una especie de altar.

 Vio a la gente montando en el toro y cayendo al poco tiempo. Vomitando y orinándose encima. Unos personajes con bata blanca les repartían mascarillas y jeringuillas. Uno de los de las batas blancas gritaba que los ictus y las miocarditis sólo eran casualidades. Otro farfullaba frases incoherentes en las que sólo se entendía un extraño mantra: “todos y todas”.

 Alguna repugnancia instintiva le hizo arrojar lejos la mascarilla que le habían puesto y salir al exterior.

 A partir de ese momento sus recuerdos se tornan aún más confusos y se mezclan como en un caleidoscopio ilustrado por El Bosco.

 Recordaba vagamente a aquel hombre enjaulado al que la gente arrojaba excrementos. Alguien le explicó que era un poeta al que castigaban por haber puesto voz a Europa y por decir algo sobre cierto bisturí.

 Recordaba unos cuerpos colgados boca abajo que, a pesar de estar muertos, parecían provocar todavía un gran terror a la chusma que los había asesinado.

 Y un extraño Parque Temático en el que unos personajes con caretas horripilantes arrojaban confeti a figurantes disfrazados con una especie de pijamas de rayas.

 Los de los pijamas hacían grandes aspavientos y lloriqueaban. Aunque los actores eran pésimos y se reían por lo bajini, era obligatorio llorar y creer que los estaban asesinando.

 Un espectador dijo en voz alta que con confeti no se puede matar a nadie. Fue detenido y encerrado en una jaula como la del poeta del bisturí.

 La misma jaula en la que estaban encerrando a los que se negaban a inyectarse un tratamiento experimental.

 Y a los que protestaban por negarse a profanar tumbas.

 Y a los que no se arrodillaban ante un muñeco grotesco que unos sacerdotes montados en patinetes eléctricos habían colocado sobre un altar. Una mujeruca anciana que estaba arrodillada a su lado le susurró que mostrase respeto ante la imagen de Santa Kali del Cambio Climático, la diosa a la que a partir de ahora era obligatorio adorar.

 En una esquina, una multitud de zombis se arrodillaba ante un rapero negro que estaba violando a una niña mientras gritaba que las vidas blancas no importan.

 Huyó de allí estremecido por violentas arcadas.

 Y seguía estremeciéndose al recordar el ataque de las brujas horrendas. Unas arpías enloquecidas, sucias, peludas y con garabatos pintados en sus ubres colgantes y desiguales. Los niños no se defendieron cuando las brujas los castraron con unas tijeras oxidadas. Sus padres los habían drogado y les hacían repetir un mantra obsesivo (elegetransgénerotolerancia supercalifragilística). Cuando una de las brujas, desdentada y gritona, lo señaló con las tijeras y farfulló algo sobre patriarcado comprendió que debía huir de allí.

 Luego ya no recuerda nada concreto.

 Quizá leyó un cartel que anunciaba los fabulosos espectáculos del Gran Circo Global de Soros & Kalergi y su Asombrosa Agenda Dos Mil Treinta.

 O de un obispo bendiciendo misiles de la OTAN antes de ser lanzados contra los niños rusoparlantes del Donbass.

 Tiene una vaga intuición de unos charlatanes subidos a cajones y pregonando las virtudes de un crecepelo. O de una vacuna. O pidiendo que les voten.

 Ya no lo recuerda bien.

 Ahora, mientras el enfermero le dice que si se porta bien y no dice disparates sobre ferias diabólicas le quitará la camisa de fuerza, sonríe aparentando sumisión para que le aflojen las correas.

 Pero sigue percibiendo su celda acolchada como la jaula del poeta al que arrojaban mierda.

J.L. Antonaya

Relato publicado en el Nº 10 de la revista GALERNA

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