Revista SOMOS nº 25 Septiembre 2020
Hace tiempo que ningún medio habla del origen del virus que nos está cambiando -y arruinando- la vida. Ninguno de los cansinos periodistas de la piara oficial recurre ya a peregrinas historias sobre pangolines y murciélagos en mercados chinos.
Y no es porque algún tardío sentido del pudor profesional
les haga sentir vergüenza por difundir memeces que insultan a la inteligencia,
sino porque, sencillamente, ahora no toca.
Porque lo que ahora toca es acojonar y culpabilizar a la
población.
Pocas veces se ha visto tan clara la sumisión y obediencia
de la cabaña periodística a las consignas dictadas desde los poderes que
controlan y dictan las versiones oficiales.
Ni siquiera en otros episodios trágicos y vergonzosos de
nuestra Historia reciente como, por ejemplo, el 11-M se ha llegado a las cotas
de desfachatez y cinismo con las que ahora se disfraza de información el
adoctrinamiento de la gente.
En España, desde que el Grupo Prisa y su panfleto
oficialista El País – al que muchos seguimos llamando, con urinaria pero creo
que certera metáfora, El Pis- implantaron el canon oficial del modelo
propagandístico del Régimen del 78, los periodistas se convirtieron, con
escasas excepciones, en mezquinos y serviciales voceros de los distintos
chiringuitos que se reparten la tarta del poder en España.
La máxima aspiración del periodista español es acertar con
el tono que agrade a los sanedrines de la corrección política que establecen lo
que es verdad y lo que es “posverdad” – la forma progre de llamar a sus
mentiras-. El periodista promedio sabe que su sustento depende de su grado de
sumisión y, sobre todo, de la correcta y canónica utilización de la neolengua políticamente
correcta que se ha convertido en la principal seña de identidad del dogma
oficial.
Esto de tergiversar la realidad mediante la manipulación del
lenguaje no es nuevo. Ya en la época siniestra y sangrienta de la Transición,
nos acostumbramos a los cínicos eufemismos con los que los periodistas de la
época edulcoraban y manipulaban las noticias de entonces.
Empezamos a ver normal
que se llamara “lucha armada” a los asesinatos por la espalda cometidos por el
separatismo; que se llamara despectivamente “búnker” a los escasos círculos
intelectuales que denunciaban la mendacidad del entonces nuevo Régimen o a que
se dejara de nombrar a España para designar a nuestra Patria, con vergonzante
muletilla, como “este país”.
Aquellos
tipejos que, generalmente ataviados con “trenka” y trajes de pana, imponían su
sectarismo ñoño con plúmbeos y cursis artículos y llegaban a señalar objetivos
a los terroristas, - como cierta sabandija tullida que ya se pudre en el infierno de los
canallas-, son los antecesores de los actuales “hípster”, “mongoliers” y
“gilipollers” que, desde las tertulias telemierderas, lo mismo hacen loas al
feminismo más sicópata, que imparten
lecciones sobre cambio climático o pontifican sobre machismos y patriarcados a
las marujas que aguardan el último cotilleo sobre el mariquita o la teleputilla
de moda.
Les diferencia de sus
antecesores de la Transición su analfabetismo y su falta de sentido del
ridículo pero en el fondo, comparten la misma estudiada hipocresía y el mismo
fariseísmo complaciente.
Lo peor es que la orwelliana Nueva Normalidad ha convertido
a esta piara en jueces y verdugos de cualquier disidencia o crítica a la
estúpida y criminal gestión de la pandemia. El linchamiento mediático de
cualquiera que cuestione la versión oficial es el mejor escarmiento para
disuadir a futuros disidentes.
La última consigna
que sigue esta pandilla basura es culpabilizarnos de la enfermedad por no
seguir los preceptos y prohibiciones de nuestro sabio Gobierno.
Si mañana les dicen que tienen que convencernos de que para
combatir el virus debemos pasear con la picha al aire, las televisiones prepararán
programas especiales sobre lo saludable y solidario que es llevar la bragueta
abierta.
J.L. Antonaya