El mayor logro del sistema que padecemos es su capacidad de perpetuarse, no por un apoyo basado en sus inéditas virtudes sino por la indiferencia, la apatía y el convencimiento generalizado de que oponerse a un entramado institucional que cuenta con absolutamente todos los resortes de control social, es inútil.
El ciudadano de a pie, arruinado por la gestión criminal que el Gobierno está haciendo de la pandemia, carece de ánimo para resistirse a la descarada dictadura que, con el pretexto de una crisis sanitaria provocada en gran medida por ellos mismos, están imponiendo Sánchez y sus secuaces.
Y eso que el panorama no
puede ser más desolador.
Las pequeñas empresas cierran por millares y
el paro alcanza cifras históricas. Mientras los españoles hacen cola en los
comedores de beneficencia, las mafias oenegeras de la inmigración ilegal hacen
su agosto desembarcando por miles a africanos que son alojados en hoteles de
lujo.
Los delincuentes
juveniles que nos envía Marruecos, son generosamente subvencionados, mantenidos
y alojados con cargo a nuestro cada vez más desvalijado bolsillo y campan por
sus respetos agrediendo, atracando y violando protegidos por una legislación
que persigue a cualquiera que denuncie o se oponga a sus desmanes.
Los jóvenes españoles son condenados a la
ignorancia por planes de estudios en los que el nivel de exigencia educativa es
cada vez más ínfimo, son adoctrinados en la estupidez más inane por los
diversos lobbys que hacen de la degeneración y la demagogia su aberrante y
generosamente subvencionada razón de ser y son, finalmente, explotados en un
entorno laboral cada vez más precario y con menos garantías.
Los sindicatos
oficialistas están brillando por su ausencia ante el avance del neoliberalismo
más salvaje. Ya no intentan ni siquiera disimular su condición de burocracias
inútiles al servicio del Gobierno que alimenta a sus legiones de “liberados” y
parásitos.
Nuestra Historia es sistemáticamente
tergiversada por demenciales y sectarias leyes revanchistas de “memorias
históricas” más falsas que el diario de Ana Frank. Nuestra unidad nacional ya
es una broma. Se ha llegado al extremo de prohibir la enseñanza en español en
una región española. Los monumentales robos, corruptelas, enchufismos y
mamoneos de los políticos de cualquier signo ya no escandalizan a nadie sino
que son aceptados como inevitables.
La Constitución de 1978 está
demostrando a diario su inutilidad y su mendacidad siniestra. La independencia
judicial es un chiste, el compromiso del Ejército con la unidad nacional una
coña y la utilidad de la monarquía, un insulto a la inteligencia. Y sin
embargo, la presunta oposición hace de la defensa del papel mojado del 78 y de
la ridícula figura del monarca el eje de un discurso que no se creen ni ellos.
Todo lo anterior hubiera
bastado en buena lógica para desencadenar un alzamiento popular contra este
estado de cosas. Sin embargo, hasta la fecha, las movilizaciones han sido
escasas y mediatizadas en gran medida por una extrema izquierda que ya no
disimula su condición de mamporrera del mundialismo.
Las movilizaciones de
empresarios y trabajadores protestando por la ruina planificada de sectores
como el de la hostelería, son descalificadas oficialmente por los medios de
comunicación señalando como “negacionista” a cualquiera que proteste contra el
actual Estado policial.
Es curioso y revelador
que se emplee el mismo sambenito criminalizador -negacionista- que se usa
contra los que son encarcelados por investigar sobre ciertas leyendas negras de
la propaganda bélica durante la Segunda Guerra Mundial.
El gobierno ya ha hecho
oficial su control sobre la información y su implacable censura de las redes
sociales. Era algo que llevaba haciendo desde siempre pero ahora ya no lo
oculta, sino que lo exhibe como una muestra de su poder omnímodo para perseguir
cualquier desviación o herejía del Pensamiento Único que se impone como dogma.
Pero no pasa nada. La
mayoría de la gente que sufre esta tiranía obscena se limita a soportar
resignadamente una dictadura de formas bolivarianas pero de contenido
ultraliberal capitalista.
En este escenario, los
que defendemos posturas convencionalmente denominadas nacionalrevolucionarias,
socialpatriotas, fascistas o terceristas somos los únicos en oponernos
realmente a la raíz de esta situación. Y los únicos que, aunque hoy parezca
inalcanzable, tenemos la oportunidad de vencer al globalismo.
Porque la solución no
pasa por un cambio de partido en el poder sino por un radical y revolucionario
cambio de Sistema. Y somos los únicos que reclaman abiertamente este cambio.
Porque, tras el chaqueteo
de la parte más inculta y más arribista de nuestra base social hacia partidos
del Sistema travestidos de patriotismo pero títeres del liberalismo más
casposo, los militantes que han permanecido fieles a nuestros principios son,
ahora sin duda, la única parte sana de la gangrenada sociedad española.
Porque el único discurso
que se opone a los principios unánimemente asumidos por los partidos que hozan
en ese cenagal llamado “arco parlamentario” es el nuestro.
En nuestras manos está
implicarnos en lo que, más que política, es una guerra cultural asimétrica. A
los principios disolventes y criminales del discurso políticamente correcto,
debemos oponer nuestros valores y nuestras consignas.
No es momento de exclusivismos
doctrinales sino de aunar voluntades contra una tiranía planetaria.
Nos tiene que dar igual que se etiquete como
nacionalsocialistas, nacionalsindicalistas, terceristas o cualquier otra
denominación a las iniciativas que confronten al Pensamiento Único.
Lo importante ahora es
que nuestra respuesta coordinada conjugue lo nacional y lo social. Que defienda
la familia como célula de una sociedad de hombres libres frente al
individualismo liberal. Que preserve la soberanía nacional como garantía de la
libertad de los pueblos frente al mundialismo. Que se oponga radicalmente al
capitalismo y a la usura que convierten al hombre en instrumento al servicio
del capital. Que defienda nuestra identidad cultural, racial e histórica frente
al multiculturalismo que pretende convertirnos en una amalgama de mestizos sin
identidad.
Ese es el discurso que
hemos de hacer llegar a los españoles porque solamente una subversión total de
los valores imperantes puede salvarnos como sociedad. En nuestras manos está
emprender esta guerra cultural asimétrica con el empuje que dan los tiempos
difíciles.
J.L. Antonaya