Revista
SOMOS nº 32 Abril-Mayo 2021
A largo de la Historia, el control de los pueblos por parte
del poder establecido ha respondido a dos grandes grupos de estrategias de
dominación: las que se basan en la represión y el miedo, y las que se sustentan
en la propaganda y el dominio ideológico.
El ejemplo paradigmático de la primera estrategia son los regímenes comunistas con las policías políticas, gulags y ejecuciones en masa que caracterizan a las dictaduras marxistas tradicionales.
El ejemplo de la segunda son las sociedades capitalistas. Su
aparato propagandístico se basa en el consumismo, es decir, en la creación de
necesidades artificiales mediante una propaganda comercial que comparte
sustrato ideológico con la propaganda política. Todo ello reforzado por una
industria del espectáculo que estandariza un determinado modelo social basado
en la superficialidad y el materialismo.
Esta propaganda presenta la injusticia social inherente al
sistema capitalista como un “daño colateral” inevitable del que resulta poco
elegante hablar.
Esta distinción de brocha gorda no quiere decir que los
regímenes marxistas no tengan a su vez un aparato propagandístico formidable ni
que los capitalistas no cuenten desde siempre con un despiadado aparato
represor contra los disidentes.
Pero, básicamente,
las dictaduras comunistas basan la obediencia de sus ciudadanos en el miedo a
la represión mientras los regímenes capitalistas utilizan como herramienta de
estabilidad social el “pan y circo” y la infantilización de las masas.
La nueva tiranía globalista y usurocrática que tuvo su germen
en Breton Woods -y su secuela de bilderbergs, efemeís, trilaterales y demás
foros de la oligarquía financiera- está gestando un nuevo modelo de tiranía.
Una vez terminada la Guerra Fría con el triunfo del bloque
capitalista, la élite financiera ha venido diseñando las líneas maestras de una
dominación total de la sociedad a nivel global.
Este proyecto, que últimamente se ha visto acelerado por
vectores especialmente siniestros como la Agenda 2030 o las tiránicas
restricciones de la dictadura plandémica, combina las dos técnicas
tradicionales de control social.
En primer lugar, un omnipresente y macrofinanciado discurso
propagandístico diseñado en factorías de ingeniería social como la Escuela de Frankfurt,
y demás sanedrines fabricantes de ideologías de laboratorio.
En segundo lugar, una demonización y persecución
inmisericorde de cualquier ideología disidente, especialmente de las derrotadas
en la Segunda Guerra Mundial.
Un ejemplo de lo primero es la cargante y ubicua presencia
del lenguaje llamado “inclusivo” y que, con el más absoluto desprecio a las
reglas gramaticales pretende, en la mejor tradición gramsciana, controlar la realidad
social mediante la adulteración y manipulación del lenguaje.
El ejemplo más evidente de lo segundo es la desmedida
represión judicial contra cualquiera que critique el relato oficial sobre la
Historia reciente que, utilizado como propaganda bélica por el bando vencedor
en la Segunda Guerra Mundial, ha devenido en dogma de obligada creencia.
La duda sobre este dogma o la mera intención de cotejarlo
con la realidad histórica, abren la veda para el encarcelamiento de historiadores
o el cierre de librerías y quema de libros al mejor estilo Fahrenheit 451.
En España, la izquierda más sectaria y guerracivilista ha
tomado como modelo esta visión maniqueísta e inquisitorial para sus sesgadas
leyes de “memoria histórica”.
Casos como los de Úrsula Haverbeck, Pedro Varela y tantos
otros, provocarían la indignación y movilización de las masas progresistas si
en lugar de europeos, la anciana encarcelada, el librero perseguido y el resto
de represaliados por sus opiniones fueran africanos o indígenas
americanos.
Con la actual etapa en la siniestra agenda globalista -la
marcada por el Estado de Terror Plandémico implementado a partir de marzo del
2020- las dos facetas del control social se vienen mostrando con creciente
desfachatez.
Las grandes campañas propagandísticas de la ideología
dominante cada vez ocultan menos sus objetivos y su auténtica inspiración.
Los experimentos de ingeniería social y manipulación de la
opinión se financian con miles de millones de dólares a través de turbios chiringuitos
como la Open Society de George Soros, la Fundación de Bill y Melinda Gates o
las diversas mafias que, bajo el disfraz de sensibleras oenegés, fomentan la
inmigración ilegal masiva.
El éxito de estas campañas, impensable hace sólo unas
décadas, pone en evidencia el exponencial grado de desarraigo del hombre
occidental.
El ciudadano troquelado por la propaganda progresista
posmoderna es alguien que se arrodilla ante los negros si, con motivo del
fallecimiento accidental de un traficante de drogas durante su detención, así
lo ordenan los cada vez más poderosos oligopolios mediáticos.
O que convierte en modelo
social a una pobre muchacha enferma que farfulla un confuso y delirante
discurso sobre el Cambio Climático, otra de las “fiestas de guardar” de la
nueva ortodoxia.
En lo que se refiere a la persecución y descalificación social
del disidente, la Nueva Normalidad ha añadido una nueva categoría a su lista de
malvados oficiales. Además de los ya clásicos sambenitos de “racista”,
“machista”, “homófobo” o “fascista” ahora se suma el de “negacionista”.
Esta vez no se aplica el término al cuestionador de
martirologios y victimismos reglamentarios sino al que se niega a pasar por el
aro de las restricciones arbitrarias, prohibiciones abusivas, mascarillas
asfixiantes y más que dudosas “vacunas”.
Desde la totalidad de púlpitos televisivos y cibernéticos se
adoctrina a una opinión pública cada vez más sumisa. Es omnipresente y
constante la campaña de terror acerca de un virus que, a pesar de tener una
tasa de letalidad muy inferior a la de otras enfermedades como el SIDA, la
malaria o la tuberculosis, ha conseguido propagar la histeria colectiva hasta
grados nunca antes vistos.
Esta población aterrorizada está dispuesta a renunciar a sus
derechos más básicos a cambio de una hipotética protección frente a los
contagios. Y, por supuesto, está dispuesta a linchar y a castigar con la
exclusión social más absoluta a unos “negacionistas” que le son presentados
diariamente como la encarnación del mal absoluto.
Esta población, reducida a la condición de masa fanática y
gimoteante, no supone ya ningún obstáculo para la implantación de la dictadura
usurocrática global.
Los ciudadanos neonormales ya están maduros para asumir la
cultura de la muerte a la que, a la postre, remite todo el dogmatismo
posmoderno.
Y es que, en la sociedad posmoderna, se etiquetan como
“derechos” los asesinatos.
Así, en lugar de promover terapias de erradicación del dolor
en los enfermos terminales, se opta por acabar con el sufrimiento matando al
sufriente.
En lugar de instaurar medidas de protección social a la
maternidad, se considera moderno y loable el asesinar bebés en el vientre de
sus madres.
En lo que se refiere a unas vacunas insuficientemente
testadas, se considera “asumible” que cierto porcentaje de “vacunados” muera o
sufra graves secuelas, sobre todo si son ancianos. Lo principal es el negocio
de las multinacionales farmaceúticas y el pelotazo de los comisionistas
gubernamentales.
Este desprecio por la vida se manifiesta no solamente a
nivel individual sino como fin colectivo.
El objetivo, cada vez menos disimulado, del Nuevo Orden
Mundial es la destrucción de la cultura europea en cada una de sus manifestaciones.
Su muerte étnica mediante la africanización y el mestizaje
multicultural y genocida.
Su muerte cultural e histórica mediante la endofobia
inoculada desde el jardín de infancia.
Su muerte social
mediante la destrucción de la familia como núcleo de la sociedad.
El hembrismo sicópata y el odio al varón son dos de las más
potentes dogmáticas que se están imponiendo. Principios fundamentales del
Derecho como la presunción de inocencia o la igualdad ante la ley son
impunemente vulnerados por el sectarismo de leyes contra “la violencia de
género” y similares.
El proceso de destrucción sistemática de cualquier tipo de
arraigo personal o de referencia identitaria llega incluso al terreno sexual.
Desde la infancia se fomenta la confusión en este campo y se aplauden las
anormalidades más aberrantes como la de los travestidos que reclaman ser
reconocidos como miembros del sexo opuesto contra toda evidencia biológica.
Ante este panorama desolador, las viejas recetas de la
partitocracia parlamentaria demuestran ser más falaces e inútiles que nunca.
La izquierda política ha renunciado a sus pretensiones de
lucha obrera y ocupa su confortable y bien subvencionado puesto de mamporrera
del Pensamiento Único erigido en dogma universal.
Por su parte, la
derecha representa su papel como falsa disidencia que, en el fondo, obedece las
mismas consignas con diferente presentación.
La supresión de las soberanías nacionales y la permeabilidad
de las fronteras son el mismo cáncer presentado con diferente envoltorio según
lo haga un partido u otro. La derecha habla de libre circulación de capitales y
la izquierda de derecho a la “migración”.
Ambas posturas
defienden como deseable el desarraigo de grandes masas humanas fuera de sus
países y, por ende, las inevitables consecuencias de ese desarraigo:
precarización del mercado laboral en los países de destino, conflictividad
social, aumento de la delincuencia y destrucción de la cultura y tradiciones
europeas en favor de culturas exógenas.
Los nuevos bandos en
liza no son ya los definidos por las falsas y artificiales divisiones entre
derechas e izquierdas sino, por un lado, los defensores de las soberanías
nacionales y de un orden económico revolucionario de Justicia Social y, por
otro, los globalistas de derecha o izquierda con su liberalismo económico
salvaje y explotador.
En este conflicto no caben las medias tintas. Sólo la
oposición frontal a los nuevos dogmas puede evitar el advenimiento de una era
de esclavitud global. En España, las formaciones terceristas y socialpatriotas
como la Falange sólo constituirán una alternativa real al Régimen actual si están
dispuestas a coordinarse con otras formaciones afines en el ámbito nacional y
europeo- aquéllas de las que el propio Hedilla afirmó ser y sentirse
consanguíneo- para dar la batalla en el campo de las ideas, el único decisivo.
Es esperanzador, a la vista de lo anterior, el planteamiento
falangista en el proceso electoral autonómico de la Comunidad de Madrid.
Sin fe y sin respeto.
Dejando claro desde
el principio su indiferencia ante unos resultados electorales marcados por el
juego sucio y la gigantesca desigualdad entre los partidos del régimen y los
que nos oponemos a este régimen corrupto.
Haciendo realidad palpable y militante el viejo lema
nacionalsindicalista en los años de plomo de la Transición: No somos los
últimos del ayer, sino los primeros del mañana.
J.L. Antonaya