Revista NOSOTROS. Verano 2021.
Uno de las técnicas más perversas y dañinas que la omnipresente propaganda
oficial utiliza para imponer los dogmas del Pensamiento Único es la
tergiversación y manipulación del lenguaje.
Más allá de las ridiculeces y
navajazos traperos a la Gramática que las diversas neolenguas “inclusivas”
perpetran desde televisiones, prensa, películas e incluso anuncios
publicitarios, esta forma aberrante y estúpida de expresarse no obedece
simplemente al papanatismo y a la orfandad intelectual de la aborregada y
neonormal sociedad actual.
Es cierto que, actualmente, cualquier imbécil con
acceso a un micrófono, desde cocineros de concurso, telechonis de reality,
liberados sindicales o tertulianos peperos, hasta concejales de festejos y
barraganas de ministerio, pasando por bujarrillas de telebasura o echadoras de
cartas, ponen un exquisito cuidado en farfullar las cursiladas y soplapolleces
impuestas por la corrección política.
Esta manera risible y extravagante de
destrozar el idioma con innecesarias redundancias, eufemismos cursis y el resto
de majaderías habituales no es solamente el patético intento del iletrado por
aparentar un cosmopolitismo garrulo imitando la forma de hablar de los
poderosos.
El paleto de a pie que, cuando es entrevistado por otro paleto con
cámara y micrófono, salpica su intervención de “niños y niñas”, “estudiantes y
estudiantas” o “periodistos y periodistas”, la vendedora de mercadillo que habla
del “cambio climático” o del “empoderamiento” o el sacristán de pueblo que hace
aspavientos contra la “homofobia” no pretenden otra cosa que homologarse ante la
casta dominante usando esta jerga para dejar constancia de su pertenencia al
rebaño y de su sumisión al poder establecido.
Esta actitud servil y rastrera ha
sido una característica de la chusma desde que el mundo es mundo y, más allá de
su irritante bajeza, no supondría más que otra molesta evidencia de la
decadencia ética y cultural que pudre a la civilización europea.
Pero lo
realmente dañino de esta manipulación del lenguaje es la intención, cada vez
menos disimulada, de controlar, censurar y pervertir nuestra percepción de la
realidad social. Como bien sabían Gramsci y George Orwell, quien controla el
lenguaje controla el pensamiento.
La neolengua políticamente correcta es el
corsé más eficaz para constreñir la libertad de pensamiento y para censurar
cualquier opinión contraria a los dogmas oficiales.
La neolengua es la
herramienta imprescindible para imponer universalmente otro concepto orwelliano:
el “crimental”. Lo punible en la distopía “1984” no es solamente el opinar
contra cualquier dogma impuesto por el poder establecido, sino el mero hecho de
pensar diferente. Esto es el “crimental”. Lo que, hoy día, se llama “Delito de
Odio”. Un concepto y una denominación que parecen ideados por el propio Orwell.
Los laboratorios de ingeniería social pergeñados en los diversos bilderbergs,
trilaterales, agendas 2030, protocolos sionistas y escuelas de Frankfurt parecen
haberse inspirado en la profética “1984” para diseñar su proyecto de dominación
global. Es verdad que la cada vez más férrea censura en las redes sociales, el
cierre de librerías non gratas al “pueblo elegido” o el encarcelamiento de
historiadores, editores o libreros por delitos de opinión recuerdan a otras
obras distópicas como el “Fahrenheit 451” de Ray Bradbury.
Pero es el profético
mundo orwelliano el que impregna el siniestro proyecto globalista actualmente
hegemónico. Si cambiamos “Policía del Pensamiento” por “Fiscalía del Odio”,
“Telepantalla” por “Internet”, “Ingsoc” por “Agenda 2030” o “Enmanuel Goldstein”
(el reglamentariamente odiado enemigo del Sistema) por “Adolf Hitler”, la
frontera entre el modelo social de la obra de Orwell y nuestra triste realidad
es cada vez más difusa y siniestra.
J.L. Antonaya