Revista SOMOS Nº34 Octubre 2021
La sensación que se tiene al contemplar el patio de Monipodio parlamentario es la misma que se experimenta ante una mala obra de teatro.
Todo lo referente a la tramoya parlamentaria
tiene el aire apolillado, anacrónico y decadente de aquellas compañías de revista
que todavía recorrían- en giras cada vez más modestas- los pueblos españoles en
la época en la que los videoclubs y las mamachicho
de la tele habían cambiado ya, irrevocablemente, los hábitos y querencias del
personal en lo referente a entretenimientos y distracciones.
En estas
compañías crepusculares, los cómicos que en su juventud asombraron al público
con su originalidad, repetían chistes que habían dejado de ser graciosos hacía
décadas. Las vedettes y bailarinas ya bordeaban peligrosamente esa línea -indeterminada
pero inmisericorde- que separa a la jamona todavía potable del loro patético y
amojamado. La sensación cuando bajaba el telón era la de que aquello era cosa
de otra época. Algo que ya no funcionaba en un mundo con otros códigos y otras
prioridades.
Exactamente
la misma sensación que produce escuchar las frases sobadas, tópicos rancios y putrefactos
lugares comunes de nuestra fauna parlamentaria en sus ramplones debates, soporíferos
soliloquios e impostadas broncas.
Como a los
actores de las compañías de tercera, a los diputados se les nota demasiado que
no se creen el papel que pretenden representar.
De igual
forma que a los teatrillos decadentes al final sólo iban los viejos y los
paletos, único personal que, en su garrulería, todavía reían las gracietas
chabacanas de los cómicos decrépitos, los discursos vacíos y soplapollescos de
los políticos españoles parecen dirigidos en exclusiva a los españoles más
imbéciles, incultos y resentidos. A la masa aborregada de sus votantes y a los estómagos agradecidos de la interminable
lista de chiringuitos, oenegés y pesebres que proliferan como hongos podridos gracias
a unos ministerios, como el de Igualdad, cada vez más indistinguibles de
sectarias plataformas propagandísticas.
Se tiene la
sensación de que, por mucho retrasado mental de los que van solos por la calle
con el covidiano bozal puesto, por mucha compra de votos a cuatrocientos euros el
kilo y por mucho moro nacionalizado y subvencionado, la clientela de los vendedores
de humo partitocrático mengua inexorablemente.
Cada vez hay
más españoles desengañados de una izquierda de salón que parece más preocupada por dogmas “de género” o
por fomentar la inmigración que por defender al obrero. Desengañado de los pisaverdes
liberales y sionistas travestidos de patriotas o de un monarca de guardarropía que
luce en su solapa sin sonrojo el símbolo de su obediencia a la siniestra Agenda
2030.
Cada vez hay más españoles conscientes de que
todos los partidos parlamentarios y los sindicatos chaperos – UGT y CC. OO – no
son más que bandas de parásitos sociales defendiendo su modus vivendi.
Cada vez hay
más españoles que escuchan las consignas repetidas por los periodistas o los prepotentes
rebuznos del Presidente de Gobierno como un irritante ruido de fondo que no
tiene nada que ver con la realidad cotidiana de una España empobrecida y cada
vez menos libre y menos soberana.
Lo triste es
que esa masa creciente de españoles desengañados y asqueados del nefasto
Régimen del 78, no sale a la calle a levantar barricadas sino que rumia su miseria
y su desencanto con bovina resignación.
Nosotros,
los malditos y desobedientes, los políticamente incorrectos, los fascistas,
tenemos el derecho y el deber de convertir a esa masa desencantada en un
ejército que arrase con la decadencia y la esclavitud que nos quiere imponer el
Globalismo.
La lucha que
importa no es – nunca lo fue- la pugna artificial entre derechas e izquierdas
sino el combate sin cuartel entre disidentes y colaboracionistas. La guerra
entre globalistas y patriotas. La lucha secular entre usureros y trabajadores.
J. L.
Antonaya