(Revista NOSOTROS Nº57. Otoño 2021)
En estos tiempos de hediondez política en los que la
tergiversación histórica, el analfabetismo prepotente y la endofobia
obligatoria se han convertido en las principales señas de identidad del Régimen
que padecemos desde 1978, resulta refrescante e higiénico releer las crónicas
de otras épocas de nuestra Historia reciente antes de que las omnipresentes
Policías del Pensamiento Único, inquisiciones de la mentira histórica y demás
sanedrines progresistas lo prohíban del todo.
Leyendo, por ejemplo, las notas que escribió el gran Josep
Pla el día en el que se proclamó la Segunda República, vemos como el
papanatismo, la picaresca y la cobardía de la casta política no son cosa de
ahora sino que hunden sus raíces en la más rancia tradición parlamentaria del
liberalismo hispano.
El escritor, testigo de excepción del 14 de abril de 1931,
desglosa en sus crónicas escritas sobre el terreno, casi minuto a minuto, el
devenir de los acontecimientos que condujeron a la caída de la putrefacta e
inane corona de Alfonso XIII.
Más allá de un análisis político necesariamente nublado por
la proximidad y la inmediatez de los hechos que, muy poco después,
consolidarían la Segunda República como el período más nefasto y criminal de
nuestra Historia reciente, lo que llama la atención en los textos de Pla es la
nula resistencia de los estamentos beneficiarios de la monarquía a la
proclamación republicana.
La aristocracia,
lejos de mover un solo dedo para apoyar a una monarquía a la que debe todas sus
prebendas y privilegios, se apresura a congraciarse con las nuevas autoridades.
El Ejército, por su
parte, permanece mano sobre mano ante la manifiestamente ilegal proclamación
del nuevo Régimen.
El hombre de la calle manifiesta una pueril e
indefinida alegría combinada con una gregaria cautela para parecer más
republicano que nadie. Los comerciantes se apresuran a eliminar de sus
establecimientos cualquier referencia monárquica. Los letreros de “proveedor de
la Real Casa” son cuidadosamente cubiertos por el trapo tricolor.
Está capacidad camaleónica de la sociedad española para
medrar en cualquier circunstancia es lo que despoja de solemnidad cualquier
cambio histórico en España y lo reduce a la categoría de cambio de disfraz en
un baile de Carnaval.
El cambio de rótulos en los comercios de abril del 31
obedece al mismo impulso mercantilista y ramplón que hoy puebla los anuncios
publicitarios de ostentosas referencias a los dogmas progres.
No hay marca comercial
que no exhiba, por ejemplo, una abundancia de negros en sus promociones
comerciales para que el poderoso lobby racista antiblanco le conceda su nihil
obstat. O que no haga una exagerada apología de la homosexualidad, para no
incurrir en la ira de la omnipresente mafia LGTB. O que empiece a evitar
mostrar imágenes de mujeres guapas para no irritar a las generalmente poco
agraciadas marisabidillas de la inquisición feminista.
Al final, lo importante es que, como decía Leopardi, todo
cambie para que todo siga igual. Los aspavientos, postureos y poses de la Nueva
dogmática globalista tienen una función cazurramente cosmética y reconocen de
forma cada vez más explícita su papel de trampantojo instrumental.
En una Nación en la que los españoles arruinados por la
crisis covidiana duermen a la intemperie mientras se aloja en hoteles de lujo a
la marabunta de delincuentes que nos envía Marruecos, lo de menos es si el
Gobierno que fomenta esta situación es monárquico o republicano.
El debate entre la caspa ultraizquierdista bolivananera y la
caspa ultraderechista liberal y sionista sobre si llamar monarquía o república
a la sucursal del globalismo que nos pastorea es, además de pueril, una
charlotada insultante.
J. L. Antonaya