Ir al contenido principal

LA INSOPORTABLE INGENUIDAD DE LA CLASE MEDIA



 

El liberalismo económico, esa forma eufemística de llamar al capitalismo más rapaz, se marcó su mejor tanto el día en el que los pequeños empresarios se creyeron que sus intereses eran los mismos que los de la gran finanza.

El propio José Antonio, en sintonía con el mejor pensamiento revolucionario de su época, advertía que el capitalismo era tan enemigo de la propiedad privada como el marxismo.

Pero el pequeño burgués de entonces - como el de ahora- siguió viendo a los grandes partidos de la derecha como su mejor defensa frente a la demagogia marxista.

Esa idea siguió enraizada en la cazurra mollera de la "gente de orden" hasta los años del gran birlibirloque al que los cronistas de medio pelo, los imbéciles y los malvados, llamaron "la Transición".

Hoy, esa palabra apenas evoca un estereotipado guión de "Cuéntame cómo pasó" en la lobotomizada memoria colectiva del españolito de a pie o de a patinete eléctrico. Décadas de logses, memorias histéricas, tertulianos de bacín y giliprogre cine español han convertido aquella época corrupta en una especie de cuento de hadas tan cursi y estúpido como el resto de mitos y leyendas que conforman el Pensamiento Único Políticamente Correcto, chorreante de buenismo y de endofobia.

Pero lo cierto es que, tras la burda tramoya progre de trenka, mugre y antifranquismo postfranquista, dirigida a halagar los bajos instintos del rojerío de opereta, se escondió una operación milimétricamente planificada para desmontar y saquear el Estado. Un Estado que, sin deuda externa y sin rapacidad fiscal, había conseguido crear una estructura económica estable, con prácticamente pleno empleo y con el índice de crecimiento más alto en la Europa de la época.

El trabajador español actual, esclavizado entre contratos basura, "ubers" y "glovos", se pasmaría si le dejasen conocer la estabilidad del empleo de la época.

     Hoy los sindicatos son sinónimo de esas bandas cocougeteras convertidas en burocracias subvencionadas. De esos comederos de enchufismo, más preocupados por la corrección política del Festival de Eurovisión que por la precariedad del empleo. El español actual se sorprendería del nivel de protección que le brindaban los Sindicatos Verticales en los que prácticamente la totalidad de conflictos entre trabajadores y empresarios se resolvían a favor de los primeros.

Si al trabajador actual no le ocultasen cuidadosamente los derechos que garantizaba el Fuero del Trabajo se daría cuenta del fraudulento papel mojado de las leyes laborales de ahora.

     Antes de que la casta parasitaria beneficiaria del Régimen del 78, sacrificase nuestra cabaña ganadera, arrancase nuestras viñas y cerrase nuestras minas, siderurgias y astilleros, la economía española estaba saludablemente diversificada.

     Antes de que las empresas públicas fueran desmanteladas y privatizadas para beneficio de la oligarquía especuladora, el sector público español era fuerte y estable.

     Pero, no nos engañemos, todo lo que tenía de bueno el Estado surgido del Alzamiento del 18 de Julio (El Instituto Nacional de la Vivienda, el INI, la Seguridad Social, la Organización Sindical, la concepción comunitaria de la sociedad…) era de color azul mahón. Y, tras la derrota militar en 1945 de las concepciones afines que supieron conjugar lo nacional y lo social, el azul mahón dejó de estar de moda.

La reacción más casposa, clerical y derechoide encarnada en el resto de “familias” del Régimen se apresuró a aclimatarse a los nuevos vientos. La misma Iglesia que había bendecido como Cruzada la Guerra Civil, empezó a preparar, mediante personajes tan siniestros como Tarancón y demás ralea, la puñalada trapera contra el Régimen del que tanto había mamado.

Y de aquellos polvos (con perdón) vinieron los posteriores lodos: El suicidio del Régimen de Franco no se consumó en 1977 con la Ley de Reforma Política sino en 1947 con la Ley de Sucesión que restablecía el anacronismo monárquico y que en 1969 se encarnó en la figura lamentable del campechano putañero.

Todo este cambalache de trileros no hubiera sido posible sin la confusión, desorientación e ingenuidad de un pueblo español huérfano de formación política.

El Régimen de Franco supo construir un país próspero pero no supo, no pudo o no quiso construir una Nación con conciencia de tal.

La carcoma derechista enquistada en el Régimen de Franco había vaciado de contenido real el Movimiento Nacional. El nacionalismo revolucionario necesario para dotar de solidez ideológica al Nuevo Estado fue sustituido por una tramoya vacía y por cierto patrioterismo ñoño.

La Iglesia, sin cortapisas a su viscosa injerencia, acaparó, en detrimento de la Falange (o de lo que quedaba de ella), las plataformas de formación de la juventud española con los resultados que todos conocemos.

Y así, la clase media surgida al amparo de la estabilidad y la eficacia del Régimen anterior, en lugar de constituir una fuerza social que se opusiera con firmeza al desmantelamiento del Estado que la había creado, engrosó bovinamente las filas de los partidos derechistas partidarios del liberalismo más salvaje.

Trampantojos como Vox no son un invento de ahora. El patriota de brocha gorda que a veces acude a nuestros actos pero que acaba votando a la charanga de Abascal con sus janucás y sus genuflexiones a la monarquía, es un trasunto del que, en los años de la Transición, llenaba los mítines de Fuerza Nueva pero votaba al farfullante, conspirador y bamboleante Fraga Iribarne.

El votante pepero o voxero sigue creyendo, por ingenuidad o por estupidez, que sus intereses de comerciante, mediano empresario o incluso trabajador por cuenta ajena, son los mismos que los de los grandes especuladores o los de la usura bancaria. Y así nos va a todos.

                                                                                                                   J.L. Antonaya

Texto publicado en el Número 58 de la Revista NOSOTROS

Entradas populares de este blog

PESADILLA INFERNAL.

  Luego le dijeron que todo había sido un sueño. Que se lo había imaginado. Que nunca existió aquella Feria. Pero él todavía recordaba las luces multicolores de los tenderetes; los taponazos sordos del tiro al blanco; el olor pringoso de los churros; el sabor dulzón de las palomitas; el acre hedor a serrín y a orines de las jaulas de las fieras.

DE PUEBLO A REBAÑO. LA RUTA CONSTITUCIONAL.

En marzo de 1766, los madrileños se amotinaron porque un ministro de Carlos III, el Marqués de Esquilache, pretendía cambiar por decreto la vestimenta de los ciudadanos limitando la longitud de las capas y el ancho del ala de los sombreros. La movilización popular fue masiva y llegó a estar amenazada la seguridad del monarca que se vio obligado a desterrar al ministro cortacapas. Cuarenta y dos años después, el pueblo de Madrid volvía a liarla parda enfrentándose, navaja y trabuco en ristre, al ejército más poderoso de su época. Cuesta trabajo creer que los descendientes de un pueblo capaz de derribar a Esquilache en 1766, o de pelear contra el invasor gabacho en 1808 sea el mismo que ha aceptado sumisamente la dictadura plandémica, los contratos basura, la uberización de la economía, la precariedad laboral, la delincuencia inmigrante y las demás cabronadas globalistas sin alzar la voz ni un poquito. Los tataranietos de los amotinados que se negaron a recortar el ala de sus cha

LA SELECCIÓN NATURAL INVERSA Y EL RÉGIMEN DEL 78.

  Decía Onésimo que el sufragio elige generalmente a los peores españoles y que el parlamentarismo es una estafa. Si el Caudillo de Castilla levantara la cabeza y viera la fauna que habita el Patio de Monipodio de la Carrera de San Jerónimo o la banda de analfabetos, marisabidillas, tarados y malhechores que nos amarga la vida desde el Palacio de la Moncloa, posiblemente lamentaría haberse quedado corto en sus apreciaciones.